Bajé las escaleras sin esperar nada importante de esa noche.
Tenía el corazón roto y dependiente de un número de cervezas siempre mayor que
las que realmente necesitaba para un solo día. Lo único que quería era
piel, sentirme viva y que un cuerpo desnudo rozara mi espalda y me hiciera
estremecer. Hacía demasiado tiempo que estaba rota por dentro y deseaba más que caricias para calmar mi
sed de placer.
El concierto me llamaba mucho la atención. Grupos noveles
mostrando a sus amigos los avances de los ensayos de los jueves por la tarde. Siempre me ha gustado el afán
de superación de la gente, y esa noche sería un buen ejemplo de ello. Y al no
esperar nada excepcional, quizás me sorprendería, quién sabe. Me fui directa a la barra, charlé un rato con mis amigos, me
pedí una cerveza y me senté delante del escenario. Siempre he tenido la manía
de, si puedo, estar lo más cerca posible de los artistas. Me gusta ver su
expresión, su mirada, sus manos tensas y el esfuerzo marcado en sus rostros. Empezó el concierto y
enseguida me vi absorta por las voces inseguras y desgarradas entonando a Leonard
Cohen, con el sonido de fondo de una trompeta que nos transportaba a cualquier
rincón de Brooklyn.
Y de repente, ella, con su esmoquin negro ceñido al cuerpo y su camisa blanca e impoluta. Subió al pequeño escenario como si
fuera ese su hábitat natural, segura, delicada, admirando al público y
sabiéndose admirada. No necesitó ninguna partitura. Su voz empezó a llenar todo
el espacio, llegando al más pequeño rincón, rozando cada uno de mis dedos, mis brazos, mi nuca, como si una voz deseosa de placer me susurrara al oído que la
llevara lejos de ese antro y la besara en cualquier esquina oscura y sucia de
la ciudad. Me paralizó. Su voz, su sentimiento, su querer transmitir amargura
pero con delicadeza, su capacidad de traspasar mi mente y mi sexo con unas
simples estrofas de una cantante americana que jamás había oído. Y sus zapatos
de tacón… Cuando los vi, supe que lo único que podía hacer para no perder
la cabeza en ese mismo momento, era no dejar que me rozara ni el más mínimo
centímetro de mi piel, porque caería a sus pies para siempre. Llevaba los
zapatos menos sofisticados que he visto en mi vida. Antiguos pero con clase. Me
recordaban a los que llevaban las parisinas
en los años veinte cuando iban a los salones de baile. Lo que me cautivó fue ver que ambos tacones
estaban desgastados y llenos de raspones, pero que no desmerecían ni lo más mínimo
su encanto y su fuerza encima del escenario. Me imaginé qué vida tenía, con
quien compartía las tardes de invierno, cuántas calles habrían pisado esos zapatos, en cuántos locales sórdidos habría cantado con ellos puestos,
quién se los habría quitado, muy despacio, mientras ella estaba tumbada en la
cama. Creo que fui la única persona que se fijó en
el detalle de los tacones y en la mezcla de ternura y deseo que me provocaron.
Quizás por eso, sólo hizo falta que nos cruzáramos la mirada un instante, ella
desde el pequeño escenario y yo apurando el último trago de cerveza. Cuando acabó de cantar, vino directa a mí a preguntarme si le había gustado
su actuación, rozando delicadamente su mano con la mía.
Supongo que la embriaguez de ese momento me nubló toda la
noche, porque solo recuerdo besarla en la primera esquina que encontramos sin
neones, y despertarme a la mañana siguiente con una caricia suya en la espalda.
“Después de toda la noche sintiéndonos la piel, ¿te apetece ir a pasear por la
ciudad aún dormida? Venga, que me pongo los zapatos de tacón y te invito a una copa de
champagne”. Y la miré, la besé como no lo había hecho antes y sonreí…
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