lunes, 4 de junio de 2012

Acordes de piano



Cuando era pequeña aprendí a tocar el piano. Mañanas y tardes ensayando acordes, escalas, arpegios, corcheas, fusas, negras, trinos… hasta que conseguía domar una melodía que, tras mucho esfuerzo, acababa sonando bien. Siempre me gustaron los compositores italianos y los Nocturnos de Chopin. Por las noches cerraba los ojos y me imaginaba que estaba dando un concierto en un pequeño teatro, sobre un escenario envuelto de cortinas naranjas y pasamanería dorada, con una platea llena de sillas de madera y con la gente atenta a las equivocaciones que pudiera tener. Y me gustaba la sensación que esa imagen me provocaba. Ser vista sin yo ver, que disfrutaran de mi música mientras yo estaba concentrada, saber que ante un acorde final y potente, a alguien se le podía erizar el pelo de la nuca...
Quizás tenía un punto exhibicionista, quizás sólo me dejaba llevar por la música, quizás mis fabulaciones sobre teatros barrocos eran parte de mi aprendizaje sobre la vida, quizás tocaba el piano porque la gente me alababa esa pequeña virtud, que tan grande me hacía sentir.
Y han pasado los años y ya sólo toco el piano cuando vuelvo a casa y me siento melancólica. Pero ahora todo es diferente, si cabe, incluso mejor que antaño. La sensibilidad que me ha regalado el paso del tiempo hace que el acariciar suavemente las teclas e interpretar las partituras que yacen amarillentas en el fondo de la banqueta, me provoquen un placer que recorre mi cuerpo y me estimula los recuerdos, haciéndome sentir por un momento, la ilusión que tenía por las noches de escuchar esos aplausos diluidos en el olor del pasado, en teatros pequeños con cortinas de colores. Y me imagino que cuando acabe la canción me levantaré, me giraré al público y les haré una gran reverencia para expresar mi gratitud. Pero me limito a sonreir y a disfrutar de ese instante de felicidad que el tiempo nunca me arrebatará...




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