martes, 15 de diciembre de 2015

Cuarenta y ocho horas



El recepcionista me dió la llave, sin preguntar nada más. Cogí mi maleta, sonriendo, y subí a la habitación. Era un último piso de una gran ciudad, una cualquiera de las muchas en las que solía dormir todos los meses. Entré en la habitación y me gustó. Las sábanas blancas, la luz que entraba por todas las ventanas abuhardilladas, el silencio como único acompañante en ese frío día de invierno. Dejé las cosas, fuí al baño a lavarme la cara, me quité la ropa despacio, sintiendo que esta vez sería diferente. Mientras me duchaba, los recuerdos me acariciaban la piel a medida que el agua caliente caía por mi cuerpo. Me puse a temblar, tenía miedo, hacía demasiado tiempo que había dejado de sentirle cerca, pero su perfume seguía impregnando todos y cada unos de los sentimientos que se agolpaban en el pecho. Quería llorar, pero no pude. Tenía algo dentro que me impedía sacar más dolor del que había ido dejando atrás, a medida que el taxi avanzaba por las calles bulliciosas que anunciaban el cercano final del invierno. Sólo quería sentir las gotas de agua resbalando por mi cara y fundirme con ellas. Salí de la ducha, me sequé con una toalla suave, me puse el albornoz y me fuí directamente a marcar ese número de teléfono que me había estado atormentando durante días.

No pasó más de una hora cuando sonó el timbre de mi habitación. Tardé un rato en reaccionar. Sentía miedo pero era demasiado tarde para arrepentirme. Había llegado el momento de deshacerme del pasado y sentir pieles nuevas. Me acerqué a la puerta, sin hacer ruido, protegiéndome de lo desconocido, pero me armé de valor y abrí. Y de repente, allí estaba, con su traje impecable y sus zapatos de tacón. Sonrió y me susurró al oído que disculpara su tardanza pero que el tráfico a esas horas estaba imposible. No hizo falta más. En el mismo momento en que me dijo que ese fin de semana me haría olvidar cualquier fantasma del pasado, el albornoz cayó al suelo.

No me acuerdo ni de cuándo sucedió ni tan siquiera de su nombre, pero valió la pena, porque en esas cuarenta y ocho horas, el mundo se paró por primera vez en mucho tiempo.



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